Hace sólo algunos días, dejó este mundo el escritor uruguayo Eduardo Galeano1.
Dentro de su amplia e inclasificable obra, se encuentran cientos de relatos breves, algunos realmente inolvidables. Es por eso que, a modo de homenaje, transcribo más abajo uno de ellos. Éste en particular me parece apropiado para aquellos momentos de cambio. Porque cuando cambiamos algo, se suele revisar lo que hacemos y ver si aún tiene sentido o vigencia.
Ahora bien, ¿por qué comparto con ustedes esas líneas?
Porque, como dije alguna vez, a través de estas entregas persigo el ambicioso objetivo de “aportar un momento de lectura amena a través de artículos profesionales que inviten a la reflexión y con un enfoque práctico”.
Por favor, léanlo. Y si después de hacerlo se quedan pensando, la misión de esta columna, por lo menos este mes estará cumplida.
Hasta la próxima,
Diego.
La burocracia
Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla.
En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sabía porqué se hacía la guardia del banquito.
La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se había hecho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé que general o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos.
Y después de mucho hurgar, se supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre pintura fresca.
Eduardo Galeano, de El libro de los Abrazos.
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