Lunes, 11 horas, delante de mí, la pantalla en blanco parecía esperar que comenzara a escribir, pero yo no podía concentrarme. Primero pensé que lo que me distraía venía de afuera y cerré la ventana. Algo ayudó, aunque no fue suficiente. La oficina donde trabajo es un espacio abierto que puede albergar más de sesenta personas. El ruido ambiente, al que en general estoy acostumbrado, seguía distrayéndome. Las voces y las palabras de compañeros, clientes y proveedores se mezclaban con el ruido de los dedos sobre los teclados, las tazas de café que se revuelven, los internos que suenan, los mensajes de los celulares, alguna risa incontenible, un reclamo a los gritos.
Y fue ahí cuando me pregunté, ¿de dónde surge esta catarata de estímulos que nos invade cada día?
Una respuesta posible es la supuesta urgencia en la que vivimos. Todo se necesita para ayer, todo lo queremos de inmediato. Queremos ejecutar, sin planear. Queremos argumentar, sin pensar. Queremos cosechar, antes de que el fruto madure.
Parece también que, desde hace un tiempo, el hablar ha reemplazado al hacer. Hay un crecimiento desmesurado del recurso de la palabra como sustituto de la acción. Hablamos casi continuamente, sin reposo. Afirmamos, negamos, protestamos, adherimos, acordamos o disentimos. Todos y a un tiempo. En cualquier lugar o situación. En voz alta y sin medida.
Y hay más, porque las distracciones se han multiplicado. Nos vemos invadidos por una cantidad inabarcable de mensajes e imágenes que, en la mayoría de los casos no deseamos y, que cuando sí nos interesan apenas llegamos a captar y lejos estamos de disfrutar.
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Entre tanto ruido real o virtual, genuino o ficticio, la propuesta es encontrar la pausa necesaria. No como un sinónimo de parsimonia o inactividad, sino como momento de reflexión.
La reflexión es, por su misma esencia, lenta, de difícil elaboración. Los pensamientos se rumian, esto es, se mastican, se digieren, vuelven, hay otra masticación y se vuelven a digerir, con tranquilidad y sin apuros hasta que toman forma y se consolidan. Y para conseguirla es necesario, es imprescindible, el silencio. El silencio en la búsqueda de alternativas de solución es el margen, es la distancia necesaria que nos piden los problemas.
No me refiero al silencio que nos ata, que no nos deja expresar o nos inmoviliza, sino esa decisión, ese acto voluntario que genera un lugar para que las cosas surjan y fluyan. Para propiciar una escucha genuina, tanto la del afuera, como la del adentro; para identificar el tenue sonido de una idea que comienza a germinar; para hacer espacio donde puedan desplegarse las palabras y las ideas de los demás.
Propongo entonces para el año que comienza, que iniciemos una cruzada y resistamos. No dejemos que el barullo descomunal de la época anule nuestros momentos de pausa. ¡Defendamos la reflexión individual o colectiva, compartida o solitaria!
Y usemos, de la mejor manera posible, nuestros silencios.
¡Muchas felicidades para todos y hasta el próximo año!
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